La pintura, para mí, es un festín en donde no se come, sino donde se es comido. De ahí deriva que, en sus obras, no cuenten solo sus intenciones. Llevo como aficionado muchos largos años en este arte sutil de la pintura, que lo hago no con enseñanza referida, sino con decisión propia mía, pues yo pinto como vivo: con gran afición al mundo del toro en el campo, ya que pintar y vivir, para mí, es la misma cosa.
En la primera época o década del siglo XX, Picasso tiene su estilo personalizado. Belmonte, como torero, en la segunda década lo consigue, y Picasso se manifiesta entusiasmado por el toreo, que es pura línea, pura curva, con el toreo de Juan Belmonte. Se le critica su actitud hacia la corriente taurina, pero, como hombre libre e independiente, lo valora. No comenta ni enjuicia actitudes y no le interesa nada más que su creación y su composición. Si la pintura de Picasso lidera en aquel tiempo la limitación subjetiva y produce también una tendencia a la democratización, como en el toreo lo hicieron Joselito y Belmonte —dos toreros distintos con dos acciones a la crítica democrática—.
Por otra parte, Picasso, con su pintura, descubre una nueva dimensión en aquel tiempo, lo bastante importante para todos los campos de pensamiento, mediante la representación de todos los lados de un objeto. La pintura del genio, como en el toreo de Juan Belmonte, enriquece en el factor tiempo lo que se llegó a denominar entonces como cuarta dimensión. Es lo que proporciona el cuadro de Picasso y, a la visión efímera del toreo de Belmonte, lo que es el lenguaje figurativo, que es democratizar la crítica a través de lo que objetivamente se dice.
Todo es consecuencia de ese dios pagano que es el toro, que pretende, como tal, establecer fiesta durante cuatro años y poder ser indultado. Por lo tanto, la hermosura no importa: importa la verdad que lo sostiene, porque sin ella no hay belleza, ni en la naturaleza ni en el arte. El arte, si no se materializa, no tiene inspiración ni significado.
Siempre el miedo embargó mi ánimo al tomar la pluma para trazar un prólogo, y en esta ocasión se ha convertido ello en un auténtico terror al tener que referirme a mis propias obras, bien escrita o pictórica. No oculto que estaré expuesto a la censura, y no faltará bolígrafo, pluma o Internet que me satirice. Con todo y con ello, benévolo, paciente y sufrido lector, me esfuerzo en lo que puedo en valerme de la luz que el Sumo Hacedor me sirvió de mi corta capacidad y mi torpe entendimiento. Pues, con falta de poderes académicos al no pasar de bachiller, pongo en toda un punto fracasado mi propósito, y fracasada cuan no fuera de tu agrado.
No tuerzas la cara, erudito lector, a este camino que deseo abrir con mi obra pictórica y escrita, no con la presunción que tengo de mí, siendo así que no se me oculta la endeble de mis fuerzas artísticas. Querido y amado lector, no desdeñes lo corto de tan humilde servicio, pues de ello reduce en suma sus esperanzas.
Mi tauromaquia se desprende de lo que el toro en el campo es: belleza, pasión y muerte, ya que, para el gran filósofo Neisser, el toro es el mito trágico de España. El toro, en la plaza, es oro, sangre y gloria, siendo capacidad fecundadora, donjuanesca y genésica por excelencia. El toro dona a la sociedad trabajo, dedicación, cultura y arte. El toro: símbolo indoeuropeo de la fuerza erótica.
Él es el más ilustre animal, adorado por las vacas mejores, rubias y morenas. La fiesta de los toros constituye en sí misma un arte efímero, dejando huella en el individuo, un tanto singular e irrepetible, donde al protagonista toreador le agudiza el descanso del guerrero en su vieja silla de enea desvencijada de campo.
Antonio Gala ha sido, sin duda alguna, uno de los autores más activos y polifacéticos de nuestro panorama literario, como el gran García Lorca, que decía ser la cultura de la sangre, el torero, el cantaor y el gitano, pues buenos son ellos.
Lope de Ayala, Sebastián Miranda, don Ramón María del Valle-Inclán, Julio Camba, Ortega y Gasset… Fueron los que materializaron la fiesta de los toros, como tantos otros. Pero no podemos dejar de subrayar a Alfonso X el Sabio, el primer periodista universal, que metió en sus Siete Partidas los toros, como representaron los entrenamientos en los patios de los castillos, que, a la par que las empalizadas de los mismos, sirvieron para que los visitantes aplaudieran a los intérpretes toreros del futuro.
“Aun decimos que los toreadores titiritearon”: ganan dinero por las reses a matar, pero, antes de ganar dinero, estos caballeros ganarán prestigio de hombres esforzados, valientes y generosos.







Teo Moreno